
NÓMADA
Cultura en movimiento
Cuatro esquinas: el mercado callejero de San Antonio
Por:
Juana Vásquez
Sofía Quintero
Juanse López-Galvis

Reina Isabel Hurtado, una vida tejida en el centro de Medellín
Las generaciones pasadas, las presentes y las futuras recordarán la imagen de la Reina Isabel II de Inglaterra, quien, coronada en su trono, gobernó imponente durante 70 años hasta
su muerte en 2022, a los noventa y seis años.
Sin embargo, lo que pocos saben es que, en el bullicio del centro de Medellín, en el sector de San Antonio, tras la avenida Oriental, se consagra otra reina, aunque sin perlas, joyas ni diamantes. En su pequeño puesto de frutas y artículos variados, Reina Isabel Hurtado, una
mujer antioqueña echada pa'lante, como ella misma se describe, resplandece con la sola fuerza de su presencia.
Al verla por primera vez, sus arrugas narran pasajes de una vida dura, tatuados en su rostro como los surcos de una historia vivida. De baja estatura, pulcra, con voz ronca —herencia de muchos cigarrillos— y una larga melena canosa que siempre lleva sujeta en una coleta alta que toca casi su cintura, Reina Isabel ha encontrado en esa esquina un refugio que le brinda paz, donde intenta evadir las fotografías de su memoria para no pensar, aquellas que le recuerdan las penas de su vida. Próxima a cumplir 70 años el próximo 23 de diciembre, ha enterrado a cinco de sus ocho hijos, ha vivido el amargo trago de dos matrimonios fallidos —que se resumen en sus propias palabras: -'para mí, todos los hombres son cortados con la misma tijera'—y es abuela de doce nietos y bisabuela de dos.
A pesar de la soledad que a veces envuelve su negocio durante las largas horas del día, de su respuesta cuando se le pregunta cómo le ha ido y responde con un resignado "no, esto está muy flojo", Reina Isabel le sonríe a la vida con determinación en medio del ajetreo del centro. Entre sus frutas —donde destacan la papaya
y el banano—, su tinto especial con un toque de canela, que no deja de beber durante todo el día, el par de cigarrillos que mantienen caliente su pecho cuando se larga el aguacero y los adornos que ella misma elabora para el Día de la Madre, Amor y Amistad, Halloween o Navidad, es ella contra la corriente de la vida, y al
mismo tiempo, la vida soplando a su favor.

Hace más de dos décadas, Reina Isabel erigió su puesto en esta esquina del centro.
Sube la avenida El Palo, cruza el Parque del Huevo y llega a una modesta pensión. Allí, entre paredes y una cocina para cinco inquilinos más, paga 20.000 pesos diarios por la habitación en la que se queda tras subir, con sus años y su cansancio, las treinta escaleras que la retan cada día.
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Las frutas que no logra vender durante el día las guarda en
una bodega cercana, donde le cobran 5.000 pesos por el
servicio. El dinero que recoge lo destina a pagar la habitación, mientras que la otra mitad la usa para reponer su surtido. El señor de los mangos, que trabaja a su derecha, le hace el favor de traer nuevas frutas cada vez que las necesita, sin cobrar comisión alguna y meramente por el afecto que le tiene a Reina. A menudo comenta que la gente prefiere lo barato, aunque las frutas estén tan maduras que al día siguiente ya no se puedan comer. De lo que no logra vender al caer la noche, si alguien se le acerca diciéndole: 'Madrecita, tengo hambre', ella se lo da y lo reparte entre habitantes de la calle, madres y transeúntes que se acercan a su puesto. Pero antes, se toma un momento para leer en sus ojos, asegurándose de que no vayan a revender lo que con bondad les ofrece.
Reina nació en el municipio de Andes, y su primer matrimonio llegó con la primavera de sus 14 años, marcando así su llegada a Medellín. Es hija de una familia de catorce, de los cuales cinco, incluyéndola a ella, todavía viven, así como su madre, que tiene más de ochenta años y reside en Manrique.
Comenzó a trabajar desde muy joven, alcanzando a cursar solo dos meses de primaria. Aunque nunca aprendió a leer formalmente, a lo largo de su vida desarrolló una habilidad intuitiva para descifrar las palabras. De tanto ver las letras en la calle, observar los garabatos que sus compañeras de modistería y peluquería trazaban y repetirlos en casa, así como ayudar a sus hijos con las tareas cuando llegaban del colegio, logró aprender lo suficiente para defenderse.
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Esto le permitió disfrutar, por ejemplo, de su pasatiempo favorito: descifrar sopas de letras, que comienza a resolver según lo que reconoce en relación con sus pasiones y disgustos, así como con lo que ha escuchado y lo que se ha dejado de hablar, y con lo que ha visto y dejado de ver, en sus recuerdos y olvidos.
Reina es una de las pocas vendedoras del sector que cuenta con permiso de ocupación del espacio público. Sin embargo, aquí las aguas jamás han estado tranquilas en lo que respecta a los vendedores, quienes constantemente intentan huir cuando llega el tránsito o se presenta la
administración de la alcaldía.
Desde el 15 de diciembre, cuando Telemedellín, llamado por Reina, llegó para cubrir la noticia de los desplazamientos forzosos de los vendedores
ambulantes, ellos han ganado tres tutelas, pero aún intentan desalojarlos.
Esto es algo que Juan, un vendedor de joyas en la esquina frente a Reina, relata con un deje de desprecio, pues siguen siendo objeto de limpieza. Reina, quien ha dedicado gran parte de su energía a ser vocera de los vendedores, ha enfrentado los intentos de desalojarlos, con o sin permiso de ocupación del espacio público. '¡Haga el ensayito!', le dijo una vez a uno de los agentes de tránsito mientras lo hacía caer con su propia carretilla de frutas.
La armadura que la blinda del peligro es el Salmo 91, que recita con devoción para mantener viva su fe y fortaleza. En su estante, reposa una pequeña Biblia de color azul rey, su mayor escudo. El salmo comienza así: “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente”. Reina parece haber estado siempre marcada por acontecimientos místicos, sobrenaturales o señales divinas que presagian la tragedia.
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Transcurría 1987 cuando Reina perdió a John, su niño de nueve años, en Andes. Durante un paseo familiar, él se zambulló en el agua, no sin antes echarse la bendición, y no volvió a salir. Por aquel entonces, Reina vislumbraba en los ojos de su hijo el trauma profundo de presenciar el sufrimiento de su madre: las noches interminables de maltrato, los gritos y el hedor del alcohol llenando la casa, los golpes que emanaban con furia de su padre.
Una madre escapando, una madre rezando bajo la cama, una madre corriendo de la mano con sus hijos para huir del hombre que debía protegerlos.
Pero cuando Reina finalmente decidió separarse de su segundo esposo, aquella tarde de familia, charcos, zambullidos, rocas y arena, ya tenía previsto lo imposible de creer. “Mamá, no me quiero tirar al agua”, dijo el niño un día, con los ojos cargados de temor. “¿Por qué, hijo?”, preguntó Reina, con el alma encogida "Porque hay un niño que se zambulle en el agua, vuelve a salir y me mira", respondió.
Reina insistió en quedarse al lado de John. Entonces, Luz Dary, la mayor de todos sus hijos, confesó que veía la misma imagen del niño en las profundidades del agua, como si el río conservara su
reflejo. Minutos antes de la tragedia, una vecina del pueblo bajó hasta el río para contarles que la pequeña Ángel Carolina había, una niña del pueblo decía haber visto a John volar mientras se despedía de ellos. Pero no fue hasta que Reina se alejó unos metros para lavar el cabello de Luz Dary que John se lanzó al agua.
Dijeron que John había luchado por sobrevivir, pero sus pulmones se llenaron rápidamente de arena. El padre, en su desesperación por controlar la familia, había amenazado a sus hijos con dejar de darles los escasos veinte mil pesos que tanto necesitaban a él y sus hermanos, si se atrevían a salir con su madre a ese paseo de río en Andes.
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“Hay un Dios que todo lo ve”, murmuró Reina cuando una fiscal de la Alpujarra, pues el caso había sido trasladado a Medellín, le informó
que su esposo podría ser encarcelado por calumnia, debido a la demanda insistente, intentando hacerla culpable de la muerte de su hijo. Sin embargo, Reina, cansada de años de dolor y abuso, solo pidió justicia divina. Los testimonios de los vecinos de la montaña que rodeaba el río fueron suficientes para afirmar su inocencia.
Y es que esta mujer, aún después de todo el dolor y las pérdidas que ha acumulado en su vida, mucho tiempo después, cuando tenía 45 años, adoptó a una niña. Una niña que dice que vio en sus sueños, que reconoció, y de la cual dijo: “Tengo que quererla más que a nadie”. Y en efecto, en el momento en que la vio, supo que era ella; como dice el refrán, “la sangre tira”.
Reina dice que es como un suspiro de merengue; porque si lo tocas, es muy fácil que algo se desborde en ella. Por esta razón, prefiere no vivir con su hija Sandra, quien trabaja en vigilancia y es la única de sus hijas con la que mantiene una relación cercana. Sandra es madre de una niña a la que Reina adora con todo su corazón. "Es la única que quiero", dice, admitiendo que de los demás nietos poco sabe, o ellos poco saben de ella.
En los albores de la mañana, Sandra se dirige hacia el guardadero de frutas para preparar el puesto de Reina.
“Mamá, ya se fue todo”, le dice por llamada, ya que a veces, en ese breve fragmento de la mañana, se vende
más de lo que se deja de vender en todo el día, antes de que Reina llegue al puesto, pasadas las 8 a.m.
Así, haría falta todo el tiempo del mundo para llegar a conocer los recovecos de Reina Isabel.
Reina no suele comer durante la jornada; dice que de tanto ver fruta no se le antoja, así que de pronto se toma una sopa que, por ocho milpesos, viene acompañada de claro, arepa y bocadillo, sin más. O, cuando definitivamente regresa a la pensión con el estómago vacío, toma café frío mientras prepara la comida para ella y su hijo, que maneja un puesto de fritos en el centro y, por la noche, juega videojuegos a todo volumen que no dejan dormir a Reina Isabel. Esto la suele desvelar; cuenta que pocas veces duerme y que, cuando llega la madrugada, se enciende un cigarrillo y se antoja de comer gelatina.
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Reina anhela más que nada tener su máquina de coser reparada, un símbolo de su conexión con el pasado y de los sueños que aún acaricia. Su nombre resuena en el vaivén del centro de Medellín, ella se erige como un símbolo de resistencia y humanidad. A través de cada conversación con sus clientes y cada gesto amable hacia quienes se acercan a su puesto, Reina realiza el mayor acto de bondad: contar su historia. En este espacio, donde las vidas se entrelazan, su voz se convierte en un espejo que refleja las luchas y esperanzas de quienes habitan esta ciudad, sabiendo que cada rostro tiene una historia que reclama ser compartida.
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