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Esta crónica pavorosa

Santiago Otálvaro Arango

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El día de hoy: 24 de noviembre de 2024, se cumplen exactamente cien años de la publicación de La vorágine, única novela del escritor José Eustasio Rivera. La fecha no es casual, Rivera quería que su novela se publicara el día del cumpleaños de su madre porque lo sentía como buen augurio. No se equivocó. Su novela, incluso un siglo después de ver la luz es considerada por muchos críticos como la más importante de Colombia y como el ejemplo magnánimo de la «novela de la selva» en Latinoamérica. Una centena de años después vale la pena discutir su vigencia.

Algunos meses antes de aquel 24 de noviembre de 1924 se pueden rastrear varios anuncios de la inminente publicación de la novela en la prensa bogotana. Por ejemplo, el 30 de agosto, en el periódico El Espectador, se anuncia que se ocupará de «problemas trascendentales de la vida nacional» y que estaba «llamada a sonar, como una campanada de gloria, a todo lo largo y a todo lo ancho de este país, y a dilatar sus ecos por todo el continente». [1]

 

Esos anuncios parecen querer motivar en el lector sensaciones de que lo que está pronto a leer es más que una novela, y que en ella encontrará aspectos de la realidad que serán empíricamente comprobables. Esto se hará evidente después, cuando en la primera edición Rivera incluya tres fotos que dicen mostrar a Arturo Cova y Clemente Silva, personajes de la novela, y a un cauchero.

Ese juego entre lo ficticio y lo real propuesto por el escritor huilense imprimió a la novela un carácter vanguardista que confundió a críticos y lectores por igual. No faltaron quienes dijeron que Cova era un trasunto de Rivera, arguyendo que este último también era poeta  refiriéndose quizás a la primera publicación de Rivera, su poemario de sonetos Tierra de promisión. Otros, incluyendo al expresidente Carlos E. Restrepo, se atrevieron a escribirle al autor para corregir elementos históricos como si todo en el libro refiriera a la realidad, e, incluso, existió un sacerdote que le ofreció a Rivera casarlo con Alicia para que subsanara su error y no muriera en pecado.

La novela está llena de referencias verídicas, como el asesinato del periodista fotógrafo francés Eugène Robuchon a manos de sicarios de la Casa Arana, por hacer con su cámara fotos indebidas de imágenes que mostraban la tortura a la que eran sometidos los indígenas caucheros; rutas fácilmente rastreables por los nombres propios que usa Rivera tanto de lugares físicos como de comunidades indígenas; y el nombre inconfundible de la casa Arana, empresa explotadora en la región durante la llamada «fiebre del caucho». Todo eso además de la descripción precisa y exacerbada de los paisajes que acompañan el recorrido de Cova y Alicia y de la imponente fauna y flora encontrada en la selva.

Ese juego, como venimos diciendo, y todas esas referencias, hicieron que la novela tuviese una recepción ambigua. Muchos críticos cuestionaron su lenguaje, decían que el lirismo le jugaba una mala pasada a la prosa y otros decían lo contrario. Para otros más todo ello era una invención solamente plausible en la imaginación del novelista, lo que motivó la famosa frase de Rivera en la que dijo que la novela se vende, pero no se entiende. Pocos años después de la publicación, en 1928, tras la repentina muerte del autor, surgió también la teoría de que había sido envenenado por miembros de aquella temible casa Arana queriendo evitar su traducción al inglés. Y es que Rivera no se contentó solamente con escribir su novela, sino que envió también cartas a personajes influyentes advirtiendo la situación de la selva colombiana, como la que escribió a Henry Ford al enterarse de su interés en establecer colonias caucheras en Sur América. En ella le recomienda leer su novela a la cual califica como «crónica pavorosa» y a la situación selvática como «imperio de una inquietud oprobiosa».

Sin embargo, no todo es vanguardia en La vorágine. La novela, como hija de la tradición, incluye los grandes temas literarios latinoamericanos como la dicotomía de la ciudad letrada y la real de Ángel Rama, o la famosísima civilización y barbarie consignada en El Facundo de Sarmiento. Sin embargo, sea quizás más interesante hablar de la crítica hecha por Rafael Gutiérrez Girardot en una conferencia dictada por él en la universidad de Bonn, en Alemania, que estaba inédita, y que ahora conocemos gracias a la donación del texto hecha por el profesor Juan Guillermo Gómez García y publicado en un libro de ensayos llamado Nos devoró la selva por Sílaba, editado por los profesores Juan Carlos Orrego y Pablo Montoya.

 

En dicha conferencia, la tesis de Gutiérrez versa sobre como Arturo Cova sale de Bogotá huyendo de las miserias de la sociedad burguesa para encontrarse nada más y nada menos que con las mismas dinámicas en la selva a la que bautiza como «la catedral de las pesadumbres». Huye, dice el crítico, esperando encontrar un amor liberado de todas esas ataduras impuestas en la ciudad. Sin embargo, rápidamente pierde las esperanzas y termina devorado, no por la selva, sino por la mezquindad de los capataces frente a los trabajadores indígenas, la explotación desmedida y arrasadora de la naturaleza por parte de los caucheros, la avaricia infinita del empresario y el mercachifle, el maltrato indiscriminado hacia las mujeres y los niños, las historias desgarradoras como la de Clemente Silva que carga con los huesos de su hijo, la constatación, en todo caso, de que «es el hombre civilizado el paladín de la destrucción».

 

La vigencia de la novela de Rivera es indiscutible. Solo unos años más tarde, García Márquez publica La hojarasca. Ya no es la casa Arana la que explota a la población sino la United Fruit Company. Las ventajas del «progreso» que desangraron la selva arrasan con el pueblo; las torturas y desmembraciones se reemplazan por masacres a tiros, pero el resultado parece ser el mismo: desolación y destrucción.

 

En las novelas del siglo XXI cuyo tema principal es la violencia, como en La sombra de Orión de Pablo Montoya y Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas, todavía se puede rastrear la influencia de La Vorágine. Téngase en cuenta que si bien la selva es la protagonista en la que quizás sea la frase más famosa de la novela: «¡los devoró la selva!», el libro se abre con una bastante célebre en la cual se trata a la violencia como si fuese un personaje, se escribe con mayúscula: «antes de haberme apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia». Cuestionemos: ¿Esa violencia urbana desmedida no es una reminiscencia de la selvática? ¿La acumulación de capital a niveles astronómicos derivados del narcotráfico no viene de la explotación de la selva? ¿No se buscan hoy en día en las escombreras los huesos de los seres queridos como lo hizo Clemente Silva? Acaso por todo ello aún hoy seguimos cantando que «la calle es una selva de cemento».

[1] «La vorágine», El Espectador, agosto 30, 1924.

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