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​Nocturno con tres dioptrías

Por: Juan Carlos Orrego Arismendi

Mi vida cambió radicalmente cuando tenía once años; exactamente, el 16 de agosto de 1985. Al mediodía de ese viernes, mi tío Kiko —quien por entonces, en virtud de su desocupación, era el mensajero de la familia— llevó a casa las gafas que me había recetado el optómetra una semana atrás. Hasta entonces, yo era un niño condenado a ver el mundo que se alzaba a medio metro de sus ojos como si apenas pudiera adivinarlo al otro lado del acrílico empañado de la ducha, o —para hacer menos profano el símil— como si ese mundo fuera, todo él, un cuadro impresionista enorme y animado.

No sabría decir, a ciencia cierta, cuándo empezó a manifestarse mi mal. Se trata de una de esas cosas que solo se advierte cuando está avanzada, como la obesidad o el abuso de confianza. Además, yo sería un niño que apenas sabía dos cosas del mundo, así que no me encontraba en situación de establecer qué o cómo era una visión normal. Era como el perro que vive tranquilo en su escala de grises, amarillos y turquesas, y habría vivido sin preocuparme si los adultos no me hubieran puesto frente a la evidencia de que algo no marchaba como ellos lo esperaban. La sospecha se originó en el colegio, y año tras año fue tomando la fuerza y el tamaño de una certeza, al punto de aparecer en la forma de una seria recomendación en alguna reunión privada de don Gabriel —mi profesor titular de quinto grado— con mi madre. Me parece estarlo viendo: mientras recitaba el consejo, él pondría la misma cara de solemnidad con que nos leía Yo visité Ganímedes en la hora de Orientación.

Forzado a establecer el origen de todo, me siento tentado a pensar que empecé a ver mal dos años atrás, en tercero, pero no metería la mano al fuego por ese dato si alguien me insinuara que, más bien, fue en segundo. Sufría indeciblemente para descifrar las delgadas letras de tiza que los profesores ponían sobre el tablero. Quizá las letras no fueran delgadas sino que apenas me lo parecían, y era el intenso verde de la tabla el que absorbía los trazos que había sobre ella. No sé por qué, pero me ha quedado, a guisa de recuerdo, la borrosa idea de una clase sobre las vitaminas, cuyas notas se perdían en el pizarrón, o de una operación matemática (6 x 7 = 42) cuyos garabatos se me aparecían como una mancha indefinida, más ancha de lo normal pero muy tenue, que era como —dicho sea de paso— yo veía las estrellas sobre el fondo negro del cielo nocturno (el lector con sana visión podrá hacerse una idea de esto con solo echar un ojo sobre ciertos firmamentos estrellados de Van Gogh; solo que mis soles, igual de gordos, eran mucho menos intensos en su brillo).

Los profesores, recuerdo, solían llamarme la atención cuando me veían esforzándome para descifrar las letras y los números del tablero. Es algo incomprensible, pero es así: la primera reacción de las personas cuando ven que alguien no percibe el mundo con exactitud es desconcertarse y reprender al cegatón, sordo o despistado de turno: “¿Vos es que no ves?”, dicen, con cierto retintín de inquina. Mi esposa —para no ir muy lejos— suele reclamarme por mi incipiente sordera, la cual ve como una afrenta mía hacia el mundo —pero particularmente hacia ella— antes que como un nuevo padecimiento de mi organismo defectuoso: “No jodás Juan, ¡como estás oyendo de mal!”. Me adelanto a decir, por si a alguien le interesa saberlo, que tengo un olfato de sabueso. De regreso al colegio, bastará decir que, tras un fugaz pero oportuno asomo de conciencia —o de solidaridad—, los profesores me dejaban sentar en el pupitre vacío que estuviera situado más cerca del tablero, y vez hubo en que alguno de ellos —Antonio, el profesor de ciencias naturales del cuarto grado— me permitió poner la silla junto al pizarrón. Supongo que, a lo largo de aquella clase, parecía un niño díscolo castigado con el aislamiento. Pero eso fue mejor que haber sufrido la angustia de no poder escribir con fluidez y comprobar que iba atrasándome en los párrafos que los demás transcribían sin problemas.

Así pues, don Gabriel, quien a fin de cuentas también usaba lentes —unos verdosos

de hipermétrope que le daban apariencia de mosca—, no pudo menos que advertir mi caso y acabó, como digo, reportándole la anomalía a mi madre. Quizá ella ya había notado algunos indicios de mi visión empañada —al acompañarla a mercar, yo habría agarrado el Yus de mandarina confundiéndolo con el Zum de naranja—, pero no al punto de imaginar que eso pudiera ser un serio obstáculo a la hora de entender los signos del tablero y tomar nota, con exactitud, en mis cuadernos. Quizá nunca advirtió que yo leía Comento de la Rabia donde decía Convento de la Rábida. Yo era un niño con buenas notas, jefe de grupo y monitor de Matemáticas, así que estaba libre de sospecha ante el más mínimo cargo por problemas de aprendizaje. Ahora me da por pensar —solo ahora, cuatro décadas después— que me salvaba mi buena memoria.

Un tío político movió sus contactos en el mundo de la optometría y en el más bajo del tallado de lentes para que el especialista me revisara, me calculara en tres dioptrías y pico las deficiencias de cada uno de mis ojos y me expidiera la fórmula, misma que Kiko se encargó de llevar al taller y, muy rápido, reclamó materializada en unas gafas de marco metálico y lentes no precisamente delgados. Para mí fue todo un alivio que los llevara a casa un viernes, previo a un fin de semana con puente, pues por entonces ya regía la bendita Ley Emiliani, expresión íngrima de sabiduría por parte del Legislativo colombiano en la larga historia nacional. El festivo del 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen María, había sido trasladado al lunes 19, de manera que yo apenas iría al colegio el martes 20. Y eso —poner un pie allí— era algo que no quería hacer, pues no me sentía listo, de buenas a primeras, para exhibir mi nueva apariencia ante los demás. Casi me parecía estar viendo lo que iba a suceder: me señalarían, se reirían a mandíbula batiente y me llamarían, alternativamente, “gafufo” y “cuatro ojos”. Yo era, como dije, uno niño con buenas notas, lo que quiere decir que estaba condenado al estatus inamovible y monótono de “Orrego”, el buen estudiante santurrón que no estaba autorizado para esgrimir un chiste plausible u oportuno —uno, por ejemplo, que permitiera echar a broma el estreno de las gafas—, y con quien muchos querrían tener algún tipo de desquite por aquello del rendimiento escolar. No se pierda de vista que mi boletín de notas podría ser esgrimido regularmente, como justa medida, por los inconformes padres de mis compañeros más desentendidos, con no pocos correazos de por medio.

Tenía, pues, tres días y medio a mi haber antes de protagonizar la odiosa presentación en sociedad como miope con prótesis. Al menos por ese viernes me desentendí por completo del asunto: mi atención y mi conciencia estaban ganadas por las nuevas imágenes con las que se me presentaba el mundo. Las cosas me parecían más pequeñas de lo que creía que eran, pero se revelaban por completo nítidas. Ahora no se expandían como espumas ahítas de agua, ni amenazaban con perder sus contornos. Me fue imposible no recordar el final de un chiste tonto que un tío —Kiko, precisamente— solía contar en todas las fiestas familiares: uno en que un ciego, ante una mujer desnuda, dice que ya “aprendió” a ver. Esa tarde y esa noche no me dediqué a otra cosa que a ver —como en un feliz borrón y cuenta nueva— el mundo. El clímax de esa exploración tuvo lugar en la noche, en la terraza de casa. Mientras distinguía las hojas delicadas en las anchas frondas de los árboles de los solares del barrio, subiendo de vez en cuando la cabeza para ver las nubes perezosas en sus formas reales y en sus lentas evoluciones, vi de repente, entre dos de ellas, un pequeño grano de luz. Inmediatamente me sobrecogí, convencido de que se trataba de un avistamiento ufológico, acaso una nave en viaje desde Ganímedes. Era una luz extraña, un tanto rutilante, fina como el falso diamante de un arete. Algunos segundos después advertí que había otra, igual, más a la derecha de la primera. Y otra más allá, y otras por todos lados, que asomaban conforme el viento arrastraba las nubes. Entonces lo supe: eran las estrellas. Las veía tal cual eran por primera vez en mi vida, o al menos en muchos años. Ese era su verdadero rostro, y no esas burbujas impresionistas —unos como dibujos planos de cristales de nieve— que había visto hasta entonces, cada vez más difusas sobre la superficie negra del pizarrón del universo.

El martes, al volver al colegio, todo sucedió como lo había previsto. Fui avistado con mis gafas nada más cruzar la portería del Instituto San Carlos, y fui blanco de risas, berridos y dibujos infamantes hasta que terminó el segundo descanso. Entonces, antes de empezar el bloque de Matemáticas, don Gabriel me hizo subir a la grada junto al tablero y obligó a todos mis compañeros a mirarme. Pasados diez segundos preguntó, con voz de trueno: “¿Alguien le ve algo raro al compañero?”. A esto siguió un silencio sepulcral, que él aprovechó para lanzar una última pregunta: “¿Entonces de qué se ríen?”. Cuando bajé a mi puesto, yo era nuevamente el Orrego de todos los días o, más exactamente, era como si hubiera llevado gafas desde siempre. Sin embargo, debo decir que, en ese momento, nada de eso me importaba mucho. Al fin y al cabo, yo venía de conocer el verdadero rostro del mundo.

Mi padre era un miope irredento, y lo era mi hermana hasta el día en que decidió operarse. Sin embargo, nada tan natural, pues, según dicen —por lo menos, se lo he escuchado decir a mi madre toda la vida—, la miopía se transmite de padres a hijos de sexo contrario. De la misma manera, Laura, mi hija mayor, ha seguido mis pasos errantes de topo, mientras que Juan Manuel —el menor— suele jactarse de modo chocante con su visión de lince mediterráneo. De modo que mi miopía viene a ser algo así como un aborto de las estadísticas, o quizás ellas mismas la expliquen, habida cuenta de las consabidas excepciones que se requieren para que las tendencias resulten legítimas. Para mi desgracia, ahí no para todo: soy, tras revisar muchas ramas de mi árbol genealógico, el Orrego más cegatón que se conoce, o en el mejor de los casos el segundo, si se acepta en el inventario un pariente con el que no tengo relación por vía de la filiación: Albeiro Orrego, un labrador sanvicentino, primo hermano de mi padre y cuyos gruesos lentes son, en verdad, dantescos.

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